A veces nos desanima mucho confesarnos porque cada que lo hacemos repetiremos los mismos pecados. Sin embargo, la confesión repetida de las mismas faltas presenta muchas ventajas.
En una ocasión una persona se quejaba con un sacerdote de “cometer siempre los mismos pecados”. El sacerdote le respondió con humor: “¡Pues espero que no tengas ganas de cometer otros nuevos!”.
Y es
que, en realidad, ya es una gracia lograr no agravar nuestra situación con
nuevos comportamientos pecaminosos. Pero la pregunta es ¿de qué sirve
confesarse cuando repetimos siempre los mismos pecados?
La
confesión no es un acto de compromiso social, una forma de “saldar cuentas” con
el buen Dios y con uno mismo para que los demás nos vean que estamos en gracia.
El sacramento de la reconciliación es una
oportunidad privilegiada de experimentar la misericordia del Padre hacia
nosotros, es un acto de amor movidos por el Santo Espíritu de Dios, que desea
más que nosotros mismos, estar en amistad en plena disposición de amar.
Se
convierte en un canal de gracia, siempre y cuando exista un arrepentimiento sincero,
la vida divina nos es transmitida a través incluso de las heridas del alma que
presentamos al perdón de Dios.
Este sacramento pretende ser también “pedagógico”, como decía Benedicto XVI. Nos permite entrar en un conocimiento más íntimo del corazón de Dios, nos convierte en antenas receptoras de sus señales de amor: el Padre de misericordia nunca se cansa de perdonar.
Papa Francisco |
Esta
misericordia de Dios no es un
sentimiento, por “bueno” que sea, sino “la verdadera fuerza que puede
salvar al hombre y al mundo del cáncer del pecado”, en palabras del papa
Francisco.
“¡Fascinación, acción de gracia y júbilo ante una revelación así del amor personal de Dios por cada uno!”
Reconozcámoslo: si la confesión repetida de nuestro pecado nos molesta no
es siempre por motivo de la herida causada al corazón de Dios.
La
incomodidad frente a nuestro pecado se debe a menudo al hecho de estar a
disgusto con uno mismo, de constatar que la imagen de uno está sin progreso,
nos desanima pensar que no hemos podido mejorar o avanzar, nos sentimos
estancados con nuestro pecado, y a veces nos avergüenza confesar lo mismo con
el mismo sacerdote, sentimos que no podemos y que realmente somos mediocres
perdiendo el tiempo en la iglesia, así es, nos desalentamos e incluso a veces
decidimos no volver a confesar hasta sentirnos listos para ello, queriendo
hacer las cosas a nuestro modo y dejando de confiar en la gracia de Dios que
nos levanta cada día por su gran misericordia, de la cual a veces sentimos
abusar.
Sin
embargo, la vida cristiana se arraiga precisamente en la experiencia
existencial de nuestra miseria, de nuestra incapacidad de hacer ninguna cosa
fuera de Cristo (Jn. 15,5).
San Maximiliano Kolbe |
“Cuando todos nuestros medios fueron decepcionantes, cuando reconocí que estaba perdido y cuando mis superiores se dieron cuenta de que no servía para nada, entonces la Inmaculada tomó entre sus manos este instrumento que solo servía para chatarra”.
Por su parte, Francisco de Sales explica:
“No solamente el alma que tiene el conocimiento de su miseria puede tener una gran confianza en Dios, sino que no puede tener verdadera confianza sin tener conocimiento de su miseria; porque este conocimiento y la confesión de nuestra miseria nos introducen delante de Dios”.
Por tanto, la confesión repetida de las mismas faltas nos conduce a este doble conocimiento de la bondad infinita de Dios y de nuestra miseria innata, es decir, nos hace reconocer lo miserables que somos y lo maravilloso que es Dios. Lo hermoso, majestuoso que logra ser el padre para con sus hijos, no solo de perdonar sus mismos pecados una y otra vez, sino también, por la necesidad que tenemos de ese ser supremo y maravilloso en nuestra vida, dando en nuestro interior una constante resequedad de nosotros mismos y una profunda sed agoniosa de beber del manantial de la vida eterna, de morir como el grano de trigo y de ser devorado atrozmente del amor infinito de Dios.
La Madre Teresa, se lamentaba de ser “incapaz”, Jesús le respondió:
“Tú eres, lo sé, la persona más incapaz, débil y pecadora, pero precisamente por eso quiero usarte para mi gloria. ¿Te negarás?”.
Así,
la pedagogía de Dios no consiste primero en liberarnos del pecado para estar
moralmente sano. Más bien, pretende conducirnos a esta inteligencia profunda
del abismo de nuestra miseria llamada a ser engullida en el abismo de la
misericordia divina.
Será
entonces y solo entonces cuando la gracia siempre suficiente de Dios, pueda ser
recibida de manera eficaz para evitar el pecado, consiente de nuestra pequeñez
y de la grandeza absoluta del Dios vivo.
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